domingo, marzo 01, 2015

Leer los libros para poder leer la vida

Por Antonio Ventura
 Editor y escritor. Director editorial en El Jinete Azul.

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Si la pregunta me fuera formulada en los siguientes términos: “¿Es usted lector?”, la respuesta sería esa expresión que con tanta frecuencia escucho en este país: “Obvio”.
Bromas aparte, fui un lector tardío; comencé a leer libros en torno a los catorce años. Antes, lo único que leí fueron tebeos.
Nací en una familia muy humilde, que compartía casa con dos tías de mi padre y sus respectivos maridos. Fui el único niño que habitó aquella casa grande y oscura, con un pasillo largo, muy largo, que siempre me dio miedo transitar solo.
Una de las tías de mi padre, Julia, a quien yo llamaba tía también, era cleptómana, aunque entonces, al menos en mi país, esa patología no estuviera aún diagnosticada, y me enseñó a robar tebeos. Por ello, aunque en casa puedo decir que casi se pasaba hambre, y mucho frío en invierno, siempre hubo muchos tebeos. Muchos tebeos y un solo libro, que me regaló una tía de mi madre cuando hice la primera comunión. Aquel cuento acompañó mi infancia hasta casi aprenderlo de memoria.
Tuve que llegar a la adolescencia para empezar a leer libros, y fueron algunos clásicos juveniles —Stevenson, Verne, Conan Doyle, entre otros— los primeros que me introdujeron en ese jardín secreto que siempre es, al menos antes lo era, la lectura de ficción literaria. Todos ellos sugeridos siempre por algún adulto próximo, ajeno a la casa parental, pues mis padres no eran lectores ni hubo nunca en casa ningún libro, excepto alguna novela que mi madre pedía prestada a una de sus hermanas.
El primer libro que leí sin que nadie me lo sugiriera fue Buenos días, tristeza de Françoise Sagan.
Por aquel entonces, yo tenía quince años y mi madre se había asociado al Círculo de Lectores, una manera barata de adquirir un libro al mes, entre la oferta que dicho club ofrecía en una revista que un vendedor llevaba mensualmente a casa. Un día, vi la cubierta de aquel libro y me llamó la atención. Aún recuerdo su lectura: la incomprensión –incomprensión que de alguna manera me deslumbraba– de muchos de sus párrafos no me impidió tener una idea aproximada de su trama argumental, y sobre todo, sobre todo, recuerdo la fascinación que me produjo la atmósfera sensual y melancólica del relato. Reconozco que no he vuelto a entrar en ese libro, pues temo romper aquel encanto que quiero permanezca intacto, tal y como lo recuerdo; deseo guardarlo en mi memoria con la magia que contiene, y que estoy seguro se desharía como un castillo de arena entre mis manos si volviera a leerlo.
En esa misma época descubrí la colección de bolsillo de la editorial Alianza. Reconozco que aquel proyecto editorial fue la biblioteca en la que me forjé como lector. Con una voracidad que aún me sorprende, ingresé con asombro y pasión en todos los géneros: cuento, filosofía, pensamiento, novela, teatro y sobre todo, sobre todo, poesía.
La poesía, ya entonces, me parecía la confesión íntima de una persona que mira el mundo con curiosidad e inocencia, y levanta acta de esa mirada.
Desde entonces, hasta el día de hoy, siempre me acompañan dos libros: uno de poesía y otro, ya sea ficción o ensayo.
Una gratitud inmensa conservo hacia mi madre, pues sé que ella, sin ser lectora, fue quien, no de manera expresa pero sí con absoluta convicción, me transmitió la idea de que de aquel mundo de grisalla y penuria en el que vivíamos, solo se escapaba o con dinero o por la cultura, y dinero en aquella casa no había.
Yo, hoy, creo, con todo el respeto hacia mi madre, que tampoco por el camino del dinero se escapa de la miseria humana.
Quizá los libros no nos hagan mejores, pero sí más libres, al menos, libres de esa miseria a la que me refiero.

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