¿Quiénes fueron y por qué se inspiraron
en ellas para crear una obra magna que todavía hoy perdura entre
nosotros? En honor a ellas, a las protagonistas de las historias más leídas
que, como vamos a demostrar, tienen un origen real que resulta
necesario conocer para apreciar todavía más si cabe la obra y reconocer
las verdaderas artífices de la gloria que elevó a sus creadores al
universo literario de los clásicos.
Beatriz de La Divina Comedia y Vita Nuova, Dante Alighieri (1304-1321?). El poeta italiano Dante Alighieri idealizó a Beatrice Portinari,
una mujer que se dice que tenía nueve años cuando la vio por primera
vez y con la que nunca llegó a hablar. Visto que era un amor imposible,
se conformó con que la joven fuera su musa y prometió amarla
platónicamente, es decir, sin egoísmo, sin correspondencia y sin ni
siquiera esperanza. Tras su muerte la llamó Beatrice, que significa
“bienaventurada”, y por ella tuvo el valor de descender a los infiernos y
volver hasta encontrar el paraíso porque en su obra la joven simboliza
la fe.
-Beatriz, guíame hacia el paraíso, ya que Virgilio ya cumplió su misión. Nuestro amor no es terrenal, porque este sentimiento es tan inmenso que no lo supera el amor de Dios por la humanidad.
Julieta Capuletto de Romeo y Julieta, William Shakespeare (1597).
En Verona se puede visitar la casa de Julieta e incluso hay que hacer
cola para tocarle el pecho derecho porque se supone que da suerte. Pero
esta trágica historia de amor no se basa en una Giulietta real sino en
dos protagonistas de ficción llamadas Juliet y Julietta
que aparecen en dos obras diferentes de donde dicen se basó el autor
para crear su obra. La primera es un poema de Arthur Brooke The Tragicall Historye of Romeys and Juliet (1562) y el segundo es una traducción de William Painter Rhomeo and Julietta (1567). Ambas obras se inspiraron a su vez en una versión del francés Pierre Boaiastau Histories Trafiques (1559) que se basó en otra: Romeo e Giulietta (1554) y que tampoco fue la original, sino la de Luigi da Porto de 1530 Giulietta e Romeo.
Dulcinea del Toboso de Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes (1605).
En un lugar de la Mancha se puede visitar la casa de Dulcinea, pero
todos sabemos que se trata de un personaje doblemente ficticio. Don
Alonso Quijano sabía que para ser un caballero completo necesitaba una
dama a quien encomendarse en los peores momentos y dedicarle sus
victorias, por eso eligió a la dulce y noble Dulcinea, pero nada más
lejos de la verdad. El fiel escudero Sancho Panza identificó a la amada
de su señor como Aldonza Corchuelo,
una labradora bastante ruda, muy fuertota y bastante maloliente que para
colmo de males para la época era morisca. Para alabarla, Sancho dijo de
ella que “tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda
la Mancha”, en cambio don Quijote afirmaba que era una joven “virtuosa,
emperatriz de La Mancha, de sin par y sin igual belleza”.
Anne Marie Andersdatter de La pequeña vendedora de fósforos, Hans Christian Andersen (1845).
Andersen nació en Odense, Dinamarca, y su familia era tan
extremadamente pobre que más de una vez tuvieron que mendigar para
comer. Su padre murió cuando el escritor tenía once años y como tuvo que
dejar la escuela decidió completar su formación leyendo a Shakespeare,
entre otros, por su cuenta. Respecto a su madre, se dice que era una lavandera alcohólica y analfabeta a quien su hijo le dedicó este triste cuento donde la protagonista muere de frío
tras su inútil esfuerzo por calentarse con los fósforos que vende y que
le hacen vislumbrar la felicidad por unos breves instantes antes de
morir.
Margarita Gautier de La Dama de las Camelias, Alejandro Dumas hijo (1848). Rose-Alphonsine Plessis (llamada más tarde Marie Duplessis) se la conocía como “La divine Marie” y su gran belleza unida a su breve, intensa y dura vida inspiraron también la ópera La Traviata de
Verdi. La joven demostró tener inclinaciones literarias porque
convirtió su casa en un salón literario que visitaron Charles Dickens,
Alejandro Dumas padre y Alejandro Dumas hijo, de quien fue amante, pero
su vida no fue nada fácil. Fue hija de un buhonero alcohólico y
maltratador y de una aristócrata venida a menos que la abandonó. Ejerció
de prostituta obligada por su padre antes de cumplir los 11 años de
edad y a los 15 huyó para trabajar en diferentes fábricas. No tardó
mucho en conocer el lujo y el placer gracias a que sucesivos hombres la
mantenían, entre ellos un conde cuya familia le obligó a abandonarla a
causa de su baja cuna. Poco después, ostentó el título de condesa tras
casarse con el conde François-Charles-Edouard Perregaux, pero solamente
disfrutó el título durante un año escaso porque murió a los 23 años a
causa de la tuberculosis.
Emma Bovary de Madame Bovary, Gustave Flaubert (1856). Pese a que Flaubert siempre lo negó y solía afirmar con énfasis: “Madame Bovary soy yo”, existió una Delphine Delamare hija de un terrateniente francés acomodado
que tras su matrimonio con un médico se dedicó a disfrutar de fiestas,
lujos extravagantes y amantes varios y que terminó por suicidarse
tomando arsénico. Lo que no sabemos con seguridad es si Delphine era una
gran lectora de novelas románticas como Emma.
Alice Liddell de Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Lewis Carroll (1865).
El matemático inglés tenía una gran afición por la fotografía y por eso
cuando sacaba de excursión a las hijas de unos vecinos y amigos les
hizo bastantes fotos. Una de las niñas, Alice, le llamó especialmente la
atención y le dedicó la historia de Alicia y su descenso a las
profundidades de la tierra persiguiendo a un conejo obsesionado por el
tiempo. Es de todos sabido la preferencia enfermiza que sentía Carroll
hacia las niñas y la bisnieta de Alice (Vanessa Tait) investigó la
relación entre ambos llegando a la conclusión de que realmente estaba
enamorado de la niña pero que “Creo que no rompió ninguna regla, a pesar de sus sentimientos“.
Jo March de Mujercitas, Louise May Alcott (1868).
La figura de una joven independiente, emprendedora y dotada de una gran
inteligencia que incluso se atrevió a vender su propio pelo para ayudar
a su familia (“¡Oh Jo! Tu único encanto”) no es más que el alter ego de la autora que
reflejó en el personaje su propia vida, con la diferencia de que May
Alcott nunca se casó y que Josephine sí lo hizo con el hombre humilde e
inteligente de quien se había enamorado.
Dorothy de El maravilloso mago de Oz, Lyman Frank Baum (1900).
La niña que derrotó a una bruja sin pretenderlo y que con su dulzura,
lucidez y positividad logró reunir a un equipo para pedir a un farsante
un atributo del que carecían y que se esperaba de ellos no representaba a una niña sino a todo un país.
A finales del siglo XIX la crisis oprimía a América del Norte y los
diferentes estados no se ponían de acuerdo para solucionarla. Kansas, la
patria de Dorothy, era el gran productor agrícola de los Estados Unidos
que tuvo que mantenerse firme y no ceder ante las especulaciones del
oro que otros estados americanos (representados en el libro por las
brujas malas del este y del oeste) sí que deseaban.
Anne Shirley de Ana de las Tejas verdes, Lucy Maud Montgomery (1908). Una noticia leída en un periódico de la época
que relataba el desconcierto de una pareja que deseaban adoptar un niño
y se encontraron con una niña fue el detonante para crear la serie de
la jovial e imaginativa Ana. La historia se desarrolla en el pueblo
ficticio de Avonlea, ubicado en La Isla del Príncipe Eduardo y aunque no
conocemos el nombre real de la niña ni tampoco sus sentimientos hacia
los libros y la lectura tal vez fueron un fiel retrato de las pasiones
de esta autora canadiense.
Leonor de A José María Palacio, Machado (1912). El poeta Antonio Machado cumplió rajatabla su máxima “se canta lo que se pierde” ya que en vida de su mujer Leonor no le escribió un solo verso y tras su muerte le inspiró muchos poemas. Uno de ellos es A José María Palacio donde le pide a su amigo que visite el cementerio donde se encuentra enterrada Leonor.
Con los primeros lirios
y las primeras rosas de las huertas,
en una tarde azul, sube al Espino,
al alto Espino donde está su tierra…
La Rosa de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry (1943).
Piloto, militar, bohemio romántico y rodeado de amantes, aunque de
ellas no se ha hablado tanto. La rosa que aparece en el libro y que
atormenta al pobre príncipe para que le prodigue mimos y atenciones no
es otra que Consuelo Suncín-Sandoval Zeceña. Nacida en
El Salvador, se casaron en Francia y como homenaje incluyó los volcanes
del país de su mujer en el libro (recordemos que el Principito debía
deshollinarlos todas las mañanas). Para Consuelo él era el tercer
marido, pero Antoine le fue infiel y se dice que escribió el libro con
la intención de hacerse perdonar por su esposa. Prueba de ello fue que
Consuelo dio cuenta de sus 13 años de matrimonio en La rosa que cautivó al Principito.
¡No supe comprender nada entonces! Debí juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado joven para saber amarla.
Lucía o “La Maga” de Rayuela, Julio Cortázar (1963).
El escritor argentino tuvo el gusto de retratar en este libro,
considerado una obra de arte, a una mujer de personalidad ingenua,
tranquila y sencilla que deseaba por encima de todo ser libre y decidir
por ella misma. Para ello, se inspiró en Edith Aron tras conocerse en un viaje en barco por Europa en los años 50.
Sofia de El Gran Gigante Bonachón, Roald Dahl (1982).
La protagonista de esta hermosa fábula sobre la esperanza, las segundas
oportunidades y la felicidad ante todo es Sophia, una niña huérfana que
un Gigante sopla sueños se ve obligado a secuestrar y llevar al país de
los gigantes cuando lo descubre. El escritor la llamó Sophie igual que
su nieta, una modelo de fama reconocida, pero en realidad Dahl se inspiró en su hija mayor Olivia Twenty,
fallecida a los 7 años de edad por el sarampión. La muerte de su hija
afectó al escritor de forma muy profunda en su carácter y en la visión
de la vida que mantuvo hasta el fin de sus días.
Imagen: Beatriz y Dante, en la visión de Henry Holiday
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