Una
de las cosas que más me divierten en las reuniones internacionales
donde están representados muchos países es averiguar por el acento de
qué país son los que hablan y esto, en general, es fácil en Europa.
Italianos, griegos, alemanes, franceses, noruegos, portugueses o de
cualquier país, todos llevan en el acento una seña de identidad que, por
muy perfecto que sea su inglés, delata su origen sin problema. En
países con diferencias regionales importantes como el Reino Unido, igual
que aquí cuando el que habla es español, con dos palabras que diga
sabemos si es vasco, gallego, catalán, andaluz o canario, si conoces
bien el país del orador, hasta puedes averiguar de dónde es exactamente.
En la mayoría de los países hay más lenguas y acentos de lo que
pensamos y a mí esta diversidad lingüística y fonética me encanta, y
creo que es un valor cultural que debemos preservar a toda costa.
Aquí, como tantos de nosotros, empleo indistintamente
mis lenguas paterna y materna, el gallego y el castellano, y mis
charlas divulgativas en Galicia siempre las doy en gallego, como es
natural. En el resto de España hablo en castellano y en la mayor parte
de las reuniones y conferencias empleo el inglés, que es la lengua de la
ciencia. Por eso prácticamente todo lo que escribo lo hago en ese
idioma, que utilizo a diario. En Francia intento recuperar mi oxidado
francés en mis charlas, porque son tan chauvinistas que te ganas ya al
auditorio solo con intentarlo. En Brasil y Portugal empleo el gallego
con alguna palabra de cortesía en portugués y en Italia siempre les
pregunto antes de la conferencias si quieren que les hable en inglés o
en mi itañolo y, como tienen tantas dificultades con el inglés como
nosotros, siempre me responden que en itañolo, que es una mezcla que
empieza siendo un 70 % italiano y acaba siendo una mezcla a partes
iguales de gallego, castellano e italiano que les hace mucha gracia y no
tienen problemas para entender.
Pero todas estas lenguas las hablo con el único
acento que tengo, que es el gallego, y envidio a mi amigo Xavier Alcalá,
quien, además de hablar varios idiomas, imita cualquier acento, y a mi
hijo Guille cuando habla portugués o a mi hija Mar, que puede imitar
hasta el acento australiano cuando habla inglés.
El mezclar tantas lenguas lleva inevitablemente a
malentendidos. Ya de niños desconcertábamos en casa a mi madre,
vallisoletana, cuando al acabar de comer decíamos «¡qué bien comí!», y
ella nos preguntaba invariablemente cuándo, ya que deberíamos decir
«¡qué bien he comido!». Siempre recuerdo cuando de pequeño en Castilla
fui a buscar leche a la tienda que no era y como, claro, no la tenían,
pregunté «¿y luego?». Y la contestación del empleado, «luego, tampoco»,
me pareció muy maleducada, porque mientras para nosotros «¿y luego?» es
«¿y por qué?», para ellos es «¿y después?».
Y es que hay también palabras con significados
contradictorios en otros idiomas que ya me podrían explicar los
lingüistas por qué evolucionaron de modo tan distinto. Así, como los
gallegos en general sabemos, si te invitan a comer en Portugal o Brasil
no puedes decir que la comida es «exquisita» porque allí eso significa
«malo y raro» y se pueden ofender; en cambio, si dices «espantoso»,
quedas de maravilla, porque significa «genial». En muchos países de
Latinoamérica ya no sé cómo sustituir la palabra «coger», e
inevitablemente «cojo» autobuses, bolígrafos, personas y gripes, y se
parten de risa con algunas de las cosas que somos capaces de coger.
Pero donde más vergüenza pasé, y aún me pongo
colorado al recordarlo, fue hace ya años con una amiga inglesa que nos
vino a visitar y con la que me puse a jugar al tenis de mesa. Para
animarla, quería decirle que su revés era muy bueno, pero con mi inglés
autodidacta utilizaba la palabra backside (culo) en vez de backhand, y
no paraba de decirle que su backside era de alucine, que lo tenía
perfecto y que nunca había visto nada mejor. Más tarde, entre risas, me
confesaba que al principio pensó que los españoles éramos así de
ligones, pero que, como insistía tanto, estuvo a punto de salir
corriendo pensando que era un violador en potencia o algo así.
No puedo acabar sin recordar a mi amiga Leonor, una
investigadora portuguesa muy brillante con la que compartí unas charlas
en Brasil. El portugués que hablan en Portugal es fonéticamente muy
complejo, pero el de Brasil es mucho más sencillo, parecido al gallego.
Como Leonor tiene un acento lisboeta muy cerrado, en Brasil algunos la
entendían muy mal y pensaban que ella era la gallega y yo, el portugués,
lo que la enfadaba mucho. El colmo fue en el aeropuerto, volviendo los
dos, cuando hablando el uno con el otro, ella en portugués y yo en
gallego, la empleada que nos atendía nos dijo en perfecto inglés: «Lo
siento, tenían asientos de emergencia, pero les tengo que poner atrás
porque ahí solo pueden ir los pasajeros cuya lengua materna sea el
portugués». Ella no dijo una palabra, cogió las tarjetas de embarque y
después me soltó toda «chateada»: «Estes brasileiros até não sabem que o
português vem de Portugal».
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