Por Antonio Ventura
Editor y escritor. Director editorial en El Jinete Azul.
Si la pregunta me fuera formulada en los siguientes términos: “¿Es
usted lector?”, la respuesta sería esa expresión que con tanta
frecuencia escucho en este país: “Obvio”.
Bromas aparte, fui un lector tardío; comencé a leer libros en torno a los catorce años. Antes, lo único que leí fueron tebeos.
Nací en una familia muy humilde, que compartía casa con dos tías de
mi padre y sus respectivos maridos. Fui el único niño que habitó aquella
casa grande y oscura, con un pasillo largo, muy largo, que siempre me
dio miedo transitar solo.
Una de las tías de mi padre, Julia, a quien yo llamaba tía también,
era cleptómana, aunque entonces, al menos en mi país, esa patología no
estuviera aún diagnosticada, y me enseñó a robar tebeos. Por ello,
aunque en casa puedo decir que casi se pasaba hambre, y mucho frío en
invierno, siempre hubo muchos tebeos. Muchos tebeos y un solo libro, que
me regaló una tía de mi madre cuando hice la primera comunión. Aquel
cuento acompañó mi infancia hasta casi aprenderlo de memoria.
Tuve que llegar a la adolescencia para empezar a leer libros, y
fueron algunos clásicos juveniles —Stevenson, Verne, Conan Doyle, entre
otros— los primeros que me introdujeron en ese jardín secreto que
siempre es, al menos antes lo era, la lectura de ficción literaria.
Todos ellos sugeridos siempre por algún adulto próximo, ajeno a la casa
parental, pues mis padres no eran lectores ni hubo nunca en casa ningún
libro, excepto alguna novela que mi madre pedía prestada a una de sus
hermanas.
El primer libro que leí sin que nadie me lo sugiriera fue Buenos días, tristeza de Françoise Sagan.
Por aquel entonces, yo tenía quince años y mi madre se había asociado
al Círculo de Lectores, una manera barata de adquirir un libro al mes,
entre la oferta que dicho club ofrecía en una revista que un vendedor
llevaba mensualmente a casa. Un día, vi la cubierta de aquel libro y me
llamó la atención. Aún recuerdo su lectura: la incomprensión
–incomprensión que de alguna manera me deslumbraba– de muchos de sus
párrafos no me impidió tener una idea aproximada de su trama argumental,
y sobre todo, sobre todo, recuerdo la fascinación que me produjo la
atmósfera sensual y melancólica del relato. Reconozco que no he vuelto a
entrar en ese libro, pues temo romper aquel encanto que quiero
permanezca intacto, tal y como lo recuerdo; deseo guardarlo en mi
memoria con la magia que contiene, y que estoy seguro se desharía como
un castillo de arena entre mis manos si volviera a leerlo.
En esa misma época descubrí la colección de bolsillo de la editorial
Alianza. Reconozco que aquel proyecto editorial fue la biblioteca en la
que me forjé como lector. Con una voracidad que aún me sorprende,
ingresé con asombro y pasión en todos los géneros: cuento, filosofía,
pensamiento, novela, teatro y sobre todo, sobre todo, poesía.
La poesía, ya entonces, me parecía la confesión íntima de una persona
que mira el mundo con curiosidad e inocencia, y levanta acta de esa
mirada.
Desde entonces, hasta el día de hoy, siempre me acompañan dos libros: uno de poesía y otro, ya sea ficción o ensayo.
Una gratitud inmensa conservo hacia mi madre, pues sé que ella, sin
ser lectora, fue quien, no de manera expresa pero sí con absoluta
convicción, me transmitió la idea de que de aquel mundo de grisalla y
penuria en el que vivíamos, solo se escapaba o con dinero o por la
cultura, y dinero en aquella casa no había.
Yo, hoy, creo, con todo el respeto hacia mi madre, que tampoco por el camino del dinero se escapa de la miseria humana.
Quizá los libros no nos hagan mejores, pero sí más libres, al menos, libres de esa miseria a la que me refiero.
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