Mi amiga Judith, dibujada por mi. |
Puedo decirlo como cuando la dentista me pregunta si soy fumador. Siempre digo que sí, aunque la verdad sea que fumo los fines de semana. Ese hecho no me convierte en un no-fumador, quiero decir que si voy a poner mis dientes a alguien que sabe perfectamente en cuanto abra la boca que fumo ¿para qué mentirle? ¿me sirve de algo negarlo? Evidentemente no.
Soy machista.
Y es algo que logré descubrir gracias a mi amiga Judith, feminista hasta la médula, una noche de borracheras filosóficas en la que anteriormente hablábamos de algo que nos une gratamente como es hablar de cine y cómics y abstracciones artísticas de toda calaña.
Todo iba bien hasta que sacó su discurso feminista que me molestaba porque, claro, plantaba la bandera feminista para decir que defendía la igualdad entre hombres y mujeres. Y yo le dije que si hablaba de igualdad por qué mierda tenía que decir que era feminista y no decía que era otra cosa como que es una luchadora por la igualdad o una especie de humanista. Veía que cada vez que sacaba el tema se encendía y que los demás nos quedábamos como sin entender de qué carajo estaba hablando, y personalmente, me crispaba los nervios porque sabía que yo estaba de acuerdo en muchas cosas que defendía pero no me gustaban sus formas de decirlo. Por eso le peleaba para que cambiara de estrategia y se dejara de hablar de feministas.
La cosa esa noche quedó entre penumbras. Defendió con uñas y dientes su postura y di por terminada la cuestión porque vi que no podía entrar en razón con alguien tan radical y en el fondo, no quería que discutiésemos más por esta mierda que nos diferenciaba por la simple razón que la quiero mucho más de lo que puedo aceptar. Aún así, nuestra relación se enrareció.
Opté por no volver siquiera a rozar el tema en las futuras conversaciones. Fluctuamos en los temas comunes y tuvimos cintura como para seguir apoyándonos en los temas que nos unían. Una amistad así puede durar años, pensé. Mientras no habláramos de feminismo ni le diera pie a plantar su bandera.
Eso me empezó a molestar. La evasión del tema, quiero decir. Me dolía no poder volver a hablarlo abiertamente y me jodía no imponerle lo que pensaba del tema y que ella no se convenciera que estaba equivocada. Jodida feminista, pensaba.
Tuvimos otro encuentro, también rodeado de amigos. Supuse que podía sacar el tema si yo estaba preparado para la ocasión y esperar a que volviera a sacar toda su parafernalia en defensa de la igualdad.
En este encuentro terminé realmente mal. Nada parecía predecir semejante desastre al vernos a las cuatro de la mañana a orillas del mar, bebiendo, tocando la guitarra y cantando, pasando un buen momento, pero sí. Era el peor escenario.
Ella recordaba perfectamente toda la conversación anterior. Por mi parte debo decir que no tengo esa capacidad de recordar palabra por palabra lo que había dicho, pero no quería perder. Y arremetió con eso que les acabo de contar: "lo de la bandera feminista" y "llámalo igualdad". Arremetió como alguien herido por un ser querido (que en efecto soy eso) y me recordó algo que me había dicho: que a pesar de todo lo que la oponía y discutía que tenía que cambiar de discurso para hablar de lo mismo "probablemente seas feminista y no te das cuenta". Perdí en la dialéctica y volví a mi taburete del rincón del ring con unas sangrantes heridas que supe esconder para seguir entero.
Volvimos a "no hablar del tema" cada vez que nos encontramos. Excelente ejercicio de estupidez extrema potenciado a la enésima potencia. Así que, como no podía hablar con ella del tema decidí hacer algo más arriesgado que tratar que mi amiga cambiara de parecer: busqué en internet las razones feministas con las cuales yo comulgaba y tratar de darles la vuelta para, luego, hablar con ella y demostrarle que tengo razón...
Amigo mío, hombre, compañero, no intentes hacerlo en tu casa.
Te digo yo que no podrás darle la vuelta.
No, si como me sucedió a mi, te termina dando vuelta la cabeza algo que no aceptamos tan fácilmente como es dar la razón. Si no quieres dar la razón, pues estate quieto. No leas ningún artículo como el de María S. Martín Barranco en el que te cuenta porqué se debe llamar al feminismo Feminismo y no de otra manera. Y ni hablar de escuchar a esta señora, Celia Amorós, hablando sobre la teoría feminista. Tampoco cometas la locura de empezar a ir interconectando links y caer en esta página de facebook que plantea alegremente que La revolución será feminista o no será. Ni se te ocurra, aun habiendo leído todo esto, seguir a una revista online llamada Píkara o seguir las biografías que escribe Celeste Murillo.
No lo hagas porque decididamente son cantos de sirena: te llevan a donde no quieres ir, a perder la batalla.
Me rendí. Me rendí, no como se rinde un cobarde que huye y despotrica por la espalda. Me rendí y abracé al feminismo. Un tímido primer abrazo que me hizo empezar a ver, no ya a mi amiga, si no a este cochino mundo del que siempre me estoy quejando que va como el culo. ¿Cómo no va a ir como el culo si no escuchamos nunca a la mitad más una de la población mundial?
Hablé con Judith, me disculpé (algo que no tiene nada de malo) por lo que le había dicho y sobretodo me disculpé a mi mismo (algo que es importantísimo) por hablar sin conocer, por ser tan bocazas, pero que al fin de cuentas me llevó a dónde estoy hoy, a escribir esto que escribo. A estas disculpas le siguieron charlas y más charlas ahora que podíamos seguir hablando sin evitar "el temita".
Soy machista y me llama la atención que los machistas no se regodeen en esta afirmación, nadie defiende ser machista. Si es tan bueno ¿por qué no sacan su banderita machista? Todos lo niegan. (Bueno hay quien en internet no, claro) Yo no, porque estoy deconstruyendo todo lo aprendido, entendiendo que me han impuesto privilegios por ser hombre. Privilegios y obligaciones por haber nacido con pene. No me permito aún decir que soy feminista porque estoy estudiando en la teoría y me falta muuuucho para ponerlo en práctica. Pero allá voy.
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