sábado, febreiro 07, 2015

La aventura de la ficción



Cuando yo era joven lector, en un país donde la gente como yo formábamos una variedad de secta –en mi adolescencia, en un curso de cuarenta alumnos, leíamos solamente dos y lo manteníamos en secreto, entre nosotros, para evitar las sospechas de nuestros profesores y la animadversión de nuestros compañeros- soñaba con un futuro en que la libertad y la cultura darían a la «inmensa mayoría» de la que hablaba Blas de Otero la fruición de una lectura sin restricciones...
Leyendo entonces novelas, cuentos y poesías, yo no era consciente de que estaba disfrutando de los frutos de la ficción, ese procedimiento para descifrar la realidad y entenderla mejor que nació con nuestra especie cuando, distinguiéndonos de todas las demás formas vivas, comenzamos a tener eso que se llama «pensamiento simbólico». Miles de años más tarde, cuando la palabra oral se pudo materializar  mediante la escritura, se fijaron los arquetipos y los mitos que forman y formarán,  en tanto existamos como tal especie, las bases más profundas de lo que somos moral y psicológicamente.  
Digo que entonces no era consciente de ello. Ahora, que además de lector soy escritor y trabajo con esa materia ancestral de la ficción para seguir intentando ajustar la realidad, que no necesita ser verosímil, a la posibilidad de ser mejor comprendida -lo que, tras la ficción, vienen intentando también, aunque comenzaron mucho después, la filosofía y la ciencia- no dejan de decepcionarme los resultados de la libertad y los avances de la tecnología. Hay quien dice que el libro es un objeto arcaico –seguro que es antiguo, aunque no tanto como el paraguas, la carretilla o la hebilla del cinturón, objetos imprescindibles y no tan útiles para nuestra inteligencia- y la ficción se refugia cada vez más en ciertas piruetas cibernéticas o en los argumentos de la publicidad.
Creo que en el alejamiento de la «inmensa mayoría» de la buena ficción escrita –de los clásicos a los grandes escritores de los siglos XIX y XX- hay una grave responsabilidad pública en muchos aspectos: el deterioro del sistema educativo, el abandono de las bibliotecas, los gravámanes fiscales del libro, la tolerancia de la piratería...- y no quiero pensar que todo ello obedece a un ominoso plan global embrutecedor para llevarnos a una servidumbre neomedieval...
Pero hay que seguir confiando en el Renacimiento, e intentar convencer a esa «inmensa mayoría» de que la aventura que leer libros depara no se parece a ninguna otra, que supone conocer gentes insospechadas y entrar misteriosamente en sus vidas para entender mejor las nuestras, y disfrutar de espacios a los que ninguna agencia turística puede trasladarnos, y sobre todo descubrir cómo las palabras son capaces de metamorfosearse para convertirse en insospechadas realidades en el interior de nosotros mismos.
Como lector y como escritor, la ficción ha conformado lo que soy, y la verdad es que me siento muy gratificado con ello: no podría vivir aventura más estimulante.

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