Cuando yo era joven lector, en un país donde la gente como yo formábamos una variedad de secta –en mi adolescencia, en un curso de cuarenta alumnos, leíamos solamente dos y lo manteníamos en secreto,
entre nosotros, para evitar las sospechas de nuestros profesores y la
animadversión de nuestros compañeros- soñaba con un futuro en que la
libertad y la cultura darían a la «inmensa mayoría» de la que hablaba
Blas de Otero la fruición de una lectura sin restricciones...
Leyendo entonces novelas, cuentos y poesías, yo no era consciente de que estaba disfrutando de los frutos de la ficción,
ese procedimiento para descifrar la realidad y entenderla mejor que
nació con nuestra especie cuando, distinguiéndonos de todas las demás
formas vivas, comenzamos a tener eso que se llama «pensamiento simbólico».
Miles de años más tarde, cuando la palabra oral se pudo materializar
mediante la escritura, se fijaron los arquetipos y los mitos que forman y
formarán, en tanto existamos como tal especie, las bases más profundas de lo que somos moral y psicológicamente.
Digo que entonces no era consciente de ello. Ahora, que además de lector
soy escritor y trabajo con esa materia ancestral de la ficción para
seguir intentando ajustar la realidad, que no necesita ser verosímil, a la posibilidad de ser mejor comprendida
-lo que, tras la ficción, vienen intentando también, aunque comenzaron
mucho después, la filosofía y la ciencia- no dejan de decepcionarme los
resultados de la libertad y los avances de la tecnología. Hay quien dice que el libro es un objeto arcaico
–seguro que es antiguo, aunque no tanto como el paraguas, la carretilla
o la hebilla del cinturón, objetos imprescindibles y no tan útiles para
nuestra inteligencia- y la ficción se refugia cada vez más en ciertas piruetas cibernéticas o en los argumentos de la publicidad.
Creo que en el alejamiento de la «inmensa mayoría» de la buena ficción
escrita –de los clásicos a los grandes escritores de los siglos XIX y
XX- hay una grave responsabilidad pública en muchos aspectos: el deterioro del sistema educativo, el abandono de las bibliotecas, los gravámanes fiscales del libro, la tolerancia de la piratería...- y no quiero pensar que todo ello obedece a un ominoso plan global embrutecedor para llevarnos a una servidumbre neomedieval...
Pero hay que seguir confiando en el Renacimiento, e intentar convencer a esa «inmensa mayoría» de que la aventura que leer libros depara no se parece a ninguna otra,
que supone conocer gentes insospechadas y entrar misteriosamente en sus
vidas para entender mejor las nuestras, y disfrutar de espacios a los
que ninguna agencia turística puede trasladarnos, y sobre todo descubrir
cómo las palabras son capaces de metamorfosearse para convertirse en insospechadas realidades en el interior de nosotros mismos.
Como lector y como escritor, la ficción ha conformado lo que soy, y la verdad es que me siento muy gratificado con ello: no podría vivir aventura más estimulante.
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